UN CUENTO: NAVIDADES DE BARRIO

 NAVIDADES DE BARRIO

Mariano intentó evitar a su vecina, pero con  el andar achacoso fue cazado a medio camino   entre  el  ascensor y su puerta.
 —¡Hola! —saludó efusiva Marisa—. Espero que pases una buena noche.  Evaristo y yo este año la pasamos   con nuestros hijos, su cónyuges   y —suspiró—,  mis cinco nietos. Ya sabes. Los tres de la  Miriam y los  dos del Rafa.  ¡Mira!—le dijo acercándole su carrito de la compra—. Traigo  unas cigalas estupendas para la cena.
Mariano apretó la bolsa de plástico del supermercado para que no viera los 300 gramos de jamón de bodega al corte que acaba de comprar,  junto a una botella de vino   de oferta con la que regalaban  un pañuelo. Después de escucharle  la retahíla de los bien situados que estaban su hijos Miriam y  Rafa  —como otras muchas veces—, tuvo que cerrar de golpe —como siempre— la puerta para dar por concluía la conversación. Las últimas palabras  que se colaron como una ráfaga de aire frío  por la puerta fueron:  "Qué pena, Mariano, tener que pasar esta noche solo".
A media tarde, le despertaron de su profundo sueño varios golpes fuertes y secos procedentes del otro lado de la pared . "Cuidado  niños que os vais a matar. ¡Por Dios! Parar un poquito'', oyó que gritaba  Evaristo a sus nietos.
Mariano comprendió que ya había aterrizado toda la familia de sus vecinos al completo. Un triciclo no paraba de dar vueltas tirando marcos de fotos y otros adornos sin descanso   a cada vuelta que daba por una casa de 60 metros cuadrados y pasillos estrechos con muebles atestados de adornos acumulados durante  cuarenta años.  Los dos nietos más mayores tenían un reproductor de música a toda mecha que le  parecía estaba sonando en su propio salón más que en el de sus pobres y sufridos abuelos.
Mariano se compadeció  de Evaristo del que  sabía no le gustaban los estruendos, ni los jaleos porque  siempre se quejaba del ruido en el bar de jubilados, pero claro —se justificaba Evaristo— con los nietos tenía que aguantar, porque de no hacerlo cualquiera soportaba a la parienta que a su vez decía de él   que era un cascarrabias.
 Aquellos tabiques  finos de vivienda de protección oficial y las conversaciones a voz en cuello de ritmo y tensión creciente debido al alcohol acumulado que de paso calentaba  las venas y los ánimos  a golpes de chupitos  y cubatas previos a la cena  le permitían a Mariano desde su morada el ser  un convidado de piedra. Reconocía por la voz a  Miriam  y Rafa  pero no a sus cónyuges y mucho menos a los nietos de los que ni siquiera se sabía el nombre cuando perdió la cuenta con el primero que se llamaba Juan y que era el que ahora mismo  le estaba atormentando con música heavy machacando sus tímpanos y, a juzgar por las voces que lanzaba  el abuelo, su sistema nervioso también a él.
Poco antes de las nueve, Mariano por el tintinear de la cubertería intuyó que  los vecinos cenaban.  Se escuchaba con cierta frecuencia decir: "Pasa la botella" y "Llena la copa", pero Mariano viendo la tele,  entre el discurso real,   que no tenía mucha  hambre y  un poco de pereza no se decía   a cenar.
De repente,  un golpe fuerte —como un puñetazo en la mesa—  acompañado de un improperio que hasta al deslenguado de Mariano,  curtido  en barras desportilladas  de bares cutres,  le escandalizó. Le pareció que era el yerno. El marido de la Miriam—pensó—.  Agudizó el oído como los conejos en  campo abierto. "Que no he probado  cigalas así, pero que os creéis, si sois unos muertos de hambre. Yo, éstas y mejores,  me las como cuando quiera", gritaba.
En ese momento, el nieto más pequeño se despertó y comenzó a llorar como un descosido y Miriam   gritó al marido: "Pero qué haces, subnormal, mira que susto  has dado al pequeño".
Rafa, el hermano de Miriam, —ofendido por el comentario despectivo de su cuñado que poco antes también le había soltado que era funcionario del ayuntamiento  porque era un enchufado y las oposiciones eran tan de paripé que hasta  las sacaría  un niño de primara—, le espetó: "Cállate, anda. Experto en cigalas. Esta casa tiene mucho más clase que la tuya"
El cuñado, dolido y encendido, siguió: "Di, pregúntale a tu padre, cuantos culos tuvo que lamer en el Ayuntamiento para colocarte. No  vengas dándote aires".
 La esposa del funcionario dio un sorbo a la cerveza  y se levantó diciendo: "Haya calma" y dirigiéndose al cuñado experto en cigalas le aconsejó: "Tranquilo, que tú llevas en esta familia menos tiempo.  Yo sí que he tenido que aguantar".
—¿Aguantar?—intervino  Miriam— ¿Tú, aguantar?, ¿aguantar qué?  si  no eres más que una penca que ha tenido la suerte de trincar al tonto de mi hermano. Mírala, la que no hace nada y vive del cuento. ¡Abre los ojos Rafa, que pareces  alelado! Seguro que te habrá dicho que el tatuaje y el piercing que lleva  son para  ti.  ¡Que imbécil!
El nieto desconectó los auriculares y la voz de AC/DC se desparramó por  la sala. El abuelo, de un brinco, se levantó y  fuera de sí  estrelló el reproductor contra el  suelo. El nieto le zarandeó  y alguien indeterminado  dio tal pescozón al zagal que lo derribó y  una niebla de insultos, zarandeos y gritos se extendió por el salón de la familia de Evaristo y Marisa, mientras Rafa y su cuñado se liaban a golpes.
  Entonces  Mariano, alarmado, levantó el teléfono y cuando las últimas ráfagas de luz azul del coche policial se alejaron de su ventana se acordó de que aún no había cenado. Se dirigió con su andar achacoso  hacia el frigorífico   y abrió su paquete de jamón que colocó con esmero en un plato  de cerámica blanca desportillado acompañado de  una copa de vino tinto que, aun no siendo bueno y estando solo,  le supo a gloria.

FIN


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