CUENTO DE NAVIDAD


Adoración de los Reyes Magos
La tapó  con una sudadera  tan sucia que apenas se distinguían  un  escudo y unas letras que decían "Real Madrid".    Sali,  agotada tras veinte días de travesía y 1500 kilómetros arqueó  las cejas  y tras un gesto  de dolor  que atravesó su rostro como una ráfaga dijo: "Gracias, Okan".
Okan tendría unos veinte años. Piel canela y músculos esculpidos a cincel. Era huérfano de padre desde  pequeño  y cuando su madre murió de disentería  sus dos tíos  se apropiaron de las tierras  en las que Okan cultivaba ñame, con las excusa de que pertenecían a toda la familia. Okan se opuso, pero el consejo de ancianos de la tribu  no le dio la razón  y   decidió marcharse a Europa en busca de algo que mereciera llamarse   futuro antes de que el odio y la venganza crecieran en su corazón.
  Pero, ahora, a  punto de llegar, el mar se embraveció y arqueaba la embarcación, enfurecido,  como si fuera un insignificante envoltorio de plástico. Todos  rezaban cabizbajos apretando los puños y castañeando los dientes.  La costa  quedaba   cerca, así lo indicaban las luces en tierra firme, pero temían que después de todo lo pasado, zozobrasen  a falta de tan poco.  El oleaje  inundaba de agua la embarcación  y el miedo se dibujaba en sus rostros a cada embestida del mar.  El capataz de la tripulación  gritaba —para hacerse oír entre el oleaje—, que no temieran, que llegarían a tierra firme y que una vez allí deberían correr todo lo rápido que pudieran  y desperdigarse.
Okan le dio la mano  para que se la apretara y lo hizo tan fuerte — debido a las contracciones del parto—, que  crujió. Conoció a Sali  días antes de embarcar aguardando en un sucio puerto cuyo olor a pescado podrido  todavía le provocaban náuseas. Le contó durante la espera  que su familia le había concertado un matrimonio con un señor que cuando Sali lo vio  creyó que se trataba del padre del novio. Pero  ofrecía una espléndida dote y el padre de Sali no  pudo resistirse. Al poco de casarse   quedó embarazada y  comprendió que junto a ese hombre —de aliento fétido y boca desdentada—  sería una muerta en vida, pero también que no habría ni un grano de arena en el que esconderse en toda Costa de Marfil si decidía abandonarlo.  Antes o después daría con sus huesos y la mataría.
Cuando orilló la embarcación todos sus ocupantes saltaron y tras tocar  la arena de la playa a trompicones   corrieron hacia el interior  sin mirar atrás.
Algunos tendrían  direcciones  donde dirigirse. Amigos que tiempo atrás se aventuraron a emprender ese mismo viaje y que ahora podrían ofrecerle cobijo  y  la posibilidad de   vender CDs y películas pirateadas, corbatas, y carteras de marcas falsificadas.  Otros, quizás podrían buscarse algún tajo en la aceituna o en los invernaderos.
Además  —les habían asegurado—,  aquella época, cuando entraba el invierno, era buena.  Al llegar la Navidad los blanquitos —así  llamaban en el África occidental a los europeos—  enloquecían y no paraban de comprar cosas y comida. Mucha comida.  Las calles  eran  hormigueros incesantes de gente que no paraba de entrar y salir de los comercios  cargados de cachivaches. Y, también, que  apenas hacía falta rebuscar en los cubos de basura para encontrar comida en abundancia.
En  unos segundos la embarcación quedó vacía. Sólo quedó  Sali    tiritando de frío y dolor con el agua a la altura de sus rodillas. Oku la observó y dudó.  Pensaba que mal modo de empezar una nueva vida en un nuevo mundo dejándola abandonada a su suerte y le ayudó a entrar en la playa. A cada paso hacían un pequeño alto porque las contracciones eran cada vez más fuertes. Oku la animaba: "Un poco más adelante hay una cabaña", le decía refiriéndose a un  chiringuito  de playa  —donde en verano la gente se tumbaba tostándose al sol mientras se aliviaban del estrés y  sus ajetreadas vidas del resto del año—. Tras   veinte minutos y Sali doblándose a cada paso  llegaron al chiringuito. Oku, con su fuerza descomunal, echó la puerta abajo y  dentro, a salvo del viento frío y húmedo, sintieron  consuelo. Preparó una de las tumbonas   apiladas y recostó   a Sali. Después le acercó  un botella de agua mineral que encontró  en el mostrador  iluminado desde el ventanal  por multitud de estrellas titilantes suspendidas en el cielo. Oku una vez vio   como su tía daba a luz, pero de eso hacía  tiempo, rezó y pidió ayuda a su dios para que le ayudase.
Al poco, unas ráfagas de luz azul inundaron el interior del chiringuito  y vieron  aparecer un Nissan Patrol del que  bajaron dos Guardias civiles y una mujer de Protección Civil.  Entraron los tres al chiringuito y vieron a Sali abrazada a su retoño  de ojos negros y chispeantes y a  Oku detrás de ellos con lágrimas en los ojos. Uno de los Guardias Civiles les ofreció una bolsa con comida. "Era mi cena de Nochebuena",dijo,  mientras  su compañero  informaba que el resto de  ocupantes de la patera habían sido detenidos al llegar a la autovía.

—Pero esta  linda familia  —dijo la mujer viendo al recién nacido cubierto con una toalla con publicidad de una marca de cerveza— va a tener  suerte, seguro que os darán los papeles de residencia  —y añadió, mientras les entregaba una manta  térmica—: bonita noche para nacer.




FIN


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